Escuche, en el silencio de una ciudad adormecida, que el amor viene en frasco de corazones.
Escuche, al mirar a una mariposa volar, que el amor suele llevar nombre y apellido.
También escuche, que el amor va de la mano de la loca aventura de saber que aquello por lo que hoy suspiras mañana robara lagrimas de tus ojos.
Escuche a cientos de parejas decirse cuanto se amaban y vi decenas de labios dibujar besos donde el cuerpo pierde la razón.
Y una noche, entre cientos de noches sin nombre, escuche a un hombre declarar su amor bajo la luna a una alma desconocida, a una mujer ajena a sus palabras. Lo vi sonreír frente a la soledad, lo vi acariciar la ausencia de la silueta de la mujer que esperaba. Lo vi desgarrarse en lagrimas al abrir los ojos y verse abandonado en las calles del amor. Lo vi caer y sin poder levantarse, mientras que yo... Me quedaba en la esquina de en frente mirando, escuchando.
Algo de su actuar cambio, al llegar al piso, al sentir el frío del cemento tocar sus manos, algo lo hizo girar hacía donde yo estaba y sonreír. Mientras lloraba, sonreía. No me miraba con pena, no me miraba para dar lastima. Solo me miraba y sonreía.
Me dio miedo por un instante, temí lo que ese loco hombre enamorado pudiera hacer desde aquella vereda. Temblé y pensé en salir corriendo. Pero algo me detuvo, algo en su forma de mirarme, de sonreír. Algo me mostró lo que no podía ver. Y me quedé allí, mirando y escuchando.
Me senté en el piso, para seguir mirando a aquel hombre que hacía esfuerzos por levantarse. No dejaba de llorar, tampoco de sonreírme Los minutos pasaron, el tiempo de perdió en el viento, las estrellas se aburrieron de vernos, él allá y yo acá. Los dos en el piso.
Cuando quise darme cuenta, una lagrima recorría mis mejillas, una sonrisa cómplice escapaba de mis labios. Quería levantarme, cruzar de vereda y ayudarlo. Pero algo me retenía sentada en el piso. No podía moverme. Quizás, y aunque en realidad nunca lo acepte, no quería moverme, tenía miedo de hacerlo.
Pensé en todo lo que había escuchado antes de llegar allí, que el amor viene en frasco de corazones, con nombre y apellido. Que me haría llorar y sonreír. Que dejaría todo por aquel que quizás, jamás me viera de la misma manera que yo a él, o a ella, ¿Como saberlo? Pensé en cuanto tiempo había pasado sentada en la vereda de enfrente, sin siquiera darme cuenta que al otro lado de la calle, había un mundo que se doblaba por amor. Y tuve miedo, otra vez tuve miedo, pero esta vez era distinto. Esta vez era miedo de seguir sentada, de no animarme a cruzar la calle y buscar a aquel, que sin verme, que sin saberme presente, me había entregado su corazón.
Y así, medio llorando, medio sonriendo. Pegada al piso sin poder levantarme, comencé a gatear como bebe para llegar a la vereda que esteba frente a mi. Aquel hombre ya me esperaba arrodillado, su fuerza era mayor que la mía, sus lagrimas habían dejado solo un rastro brilloso sobre su rostro, su sonrisa se esparcía en su mirada y me extendía la mano, para que pudiera aferrarme a él, y despacio, muy despacio, levantarme a su lado.
Dicen que el hombre pone en riesgo su vida cada vez que elige.
ResponderEliminarPero eso es lo que lo hace libre.
También dicen que Miguel de Unamuno alguna vez escribió:
"No quiero morirme, no;
no quiero, ni quiero quererlo;
quiero vivir siempre, siempre, siempre,
y vivir yo, este pobre yo que me soy
y me siento ser ahora y aquí..."
Y es para vivir que se elige, pienso.
Porque de vez en cuando necesitamos sentirnos libres.
Aunque a veces se ponga en riesgo la vida.